miércoles, 4 de enero de 2012

Devuélveme mis talentos, Merkel


Me dicen que si yo fuera sol, no calentaría a nadie. Es verdad, no tengo porqué calentar a nadie.
Mi niñez está plagada de noches frías. Éramos dos hermanos, otro chico y yo. Vivíamos cerca de un rio con mis tíos.

Mi madre no estaba. Se la había llevado mi padre con él hasta Alemania, dejándonos a mi hermano y a mí  a cargo de estos. Desde ese momento para mí este país se convirtió en mi enemigo, era como el flautista del cuento, ese que encandilaba a las ratas con su música. Alemania  emitía notas musicales que sonaban a bonanza y arrastraba a los que estaban hartos de escuchar pobreza.

Aquel país disfrutaba del portento de virtudes que era mi madre y exprimía la fortaleza de mi padre. Yo, así lo vivía. - ¡Devolvédmelos¡- gritaba  mi garganta de niño cada noche, asomándome  a la ventana.

-Duérmete ya- decía con autoridad mi tío.

No tenía más remedio que meterme en la cama. Estaba tan fría que parecía mojada. Sabía que mis tíos hacían lo posible para que estuviésemos bien. Mi padre nos mandaba cada mes dinero para ello, pero yo cerraba los ojos y repetía en voz bajita una y otra vez –volved, volved, volved…-

Pero ellos no retornaban. Me cansé de llamarles. La sensación de arrebato se apoderó de mí y seguro que contribuyó a que fuera la persona que hoy soy.

Pasaba el tiempo y con él mi niñez. Crecí con la convicción de que no iba a ser pobre y sobre todo nunca dejaría a los míos por preciosa que fuera la melodía del flautista.

Mi obsesión era estudiar, estudiar y estudiar para poder acceder a la universidad y ser una persona respetable.  Estudié económicas y cuando me licencié pude observar que gran parte de mis compañeros optaban por solicitar empleo en el extranjero.

Yo les pedía que no se fueran, que nuestro país les  necesitaba.  Ellos se burlaban de mi patriotismo y me respondían que aquí había demasiados parados y que fuera, sobre todo  en Alemania, encontrarían trabajo y además muy bien pagado. - Allí están  los mejores ingenieros, los mejores técnicos, la élite del conocimiento- me repetían.

El rencor que había acumulado desde pequeño hacia ese lugar no me permitía pensar con claridad. Quizás sólo fuera un gran ignorante que no era capaz de comprender el magnánimo entramado que conformaba la economía europea. Yo solo sabía que nuestros mejores talentos estaban allí, en aquel país que era el más fuerte…

Estalló la crisis internacional, se desinfló la burbuja inmobiliaria en nuestro país, todo se iba a pique, todo y todos pero a ellos parecía afectarle menos que al resto. Me preguntaba ¿Por qué?  ¿Por qué su economía no se resquebrajaba? Sus industrias eran rentables, no habían necesitado trasladar a países como Taiwan sus fábricas de coches o aviones. Con ellos ¿no importaba el precio?

Alemania compraba deuda multimillonaria a sus supuestos socios a un interés altísimo, exprimiéndolos hasta la ruina, empobreciéndolos de capital  y de talentos.

No estaba dispuesto a consentir la hegemonía del flautista Merkel.

Después de conseguir la licenciatura en económicas, oposité para un puesto en un gran banco y conseguí el trabajo.

Al poco tiempo pude darme cuenta de la tragedia que se nos venía encima. Mi banco acumulaba pérdidas millonarias ya que daba dinero a personas que difícilmente lo  devolverían. Todo era mentira, todo era papel, contratos, palabras, acuerdos, humo. La única verdad era que euros, lo que se dice euros contantes y sonantes…no había.

En medio de esa vorágine me hicieron director del banco. Yo creo que lo hicieron para hundirme, pues  a causa de mis constantes quejas me había ganado la enemistad de directivos, empleados y clientes.

En la primera reunión formal que organicé suprimí  cláusulas a contratos  blindados millonarios, rescindí  acuerdos  con  personas invisibles que recibían sueldos astronómicos por el trabajo que no hacían, anulé las prejubilaciones  y algunas reformas más que dieron como resultado unas  cuentas medianamente claras  que reportaban dinero de verdad.

Convencí a los técnicos del banco  de la necesidad de una gran inversión para reflotar una fábrica de automóviles. La empresa contaba con toda la infraestructura necesaria para la producción en cadena, sólo necesitaba el capital que yo le iba a proporcionar, la tecnología que pululaba por nuestras universidades y los talentos que nos había birlado valiéndose del pentagrama del euro, la flautista Merkel.

Lancé una macrooferta de empleo directamente a las fábricas de automoción alemanas.  “Necesitamos ingenieros, preferentemente españoles. Urge levantar el país”.

El aluvión de trabajadores  procedentes de allí colapsó el aeropuerto de mi ciudad. La fábrica remontó  como lo hiciera Pegaso elevando sus alas. Estaba seguro de que era el resultado entre otras cosas, de la cantidad de talentos que habíamos recobrado.

Fue así como pude resarcirme del daño que acumulaba en mi corazón desde que  la melodía de aquella flauta, se tragó a mis padres.

Aquel país no fue en absoluto sensible a mi hazaña. Tenía todo el dinero del mundo para continuar con su política usurpadora, pero al menos por algún tiempo me devolvieron mis talentos.

El cementerio


No sabía que fuera un cementerio, pero con el tiempo me di cuenta de que así era…

Yo debía tener por entonces alrededor de cinco años más o menos.

Había un lugar al que yo iba cada noche. Era un sitio raro. Parecía una ciudad caverna. Todo era de un color marrón rojizo, como si una capa de tierra húmeda lo recubriera.

Había montículos repartidos por el suelo. Olía mal.

Deambulaban por allí seres revestidos de oscuros harapos. No tenían rostro. Parecía como si no me pudieran ver. Yo si los veía a ellos.

Una vez, en una de aquellas visitas nocturnas, recuerdo que al fijarme en uno de aquellos montones de barro que allí había, pude ver algo parecido a una mano descolorida, vieja y arrugada. Entonces no tuve duda, ¡ERAN MUERTOS! Estaba en un cementerio.


Un escalofrío recorrió mi pequeño cuerpo, tenía mucho miedo. Cuando el terror era ya insoportable, tanto que dolía el pecho y quemaba la espalda, entonces, abría los ojos y…Qué alivio, me encontraba en mi cama.

Era solo un sueño. Un mal sueño que se repetía cada vez que desconectaba del mundo para ir a dormir. No me gustaba dormir. Odiaba la noche.

La noche significaba soledad, desamparo, estar perdida. Estar perdida en aquel antro.

A muy corta edad fui consciente de la muerte, de mi muerte. Este pensamiento me estuvo obsesionando durante mucho  tiempo…Pensaba como sería el momento en el que la vida se escapara de mi cuerpo. Qué pasaría conmigo. Qué pasaría con mi madre. ¿Lloraría mucho por mí?
La pesadilla volvía y volvía…Muertos, almas en pena, hoyos…

Yo era una niña flaca, pelirroja, con mucha imaginación y con muchos miedos.
Dormía con mi hermana Mari. Ella era algo más pequeña que yo, pero mucho más madura y fuerte.
Era quién me calmaba cuando me despertaba temblando en medio de la noche. Me arropaba e intentaba convencerme de que aquel cajón en el que nos encontrábamos, no era un ataúd, sino nuestra cama.

Con el paso del tiempo, aquellos sueños se fueron, pero vinieron otros.

De todos ellos he  aprendido cosas: Del cementerio aprendí que cómo dijo el poeta Gustavo Adolfo Becquer, los muertos se quedan muy solos. Que es un encuentro entre tú y ella y nadie más. Que es la verdad más absoluta y que a todos nos llegará, a unos antes y a otros después. Es cuestión de tiempo.

Ave Fénix


Allá va Ana, con la sonrisa puesta, el porte altanero, la frente alta, conduciendo con firmeza la silla errante que ocupa Juan, su hijo.

Este la controla continuamente con la mirada y reclama su atención con insistencia.

-Mama, tengo sed.
-Mamá cámbiame de posición.
-Mamá, estoy cansado.
-Mamá, cuéntame cosas de cuando eras pequeña.

Ella, con gesto siempre amable, le atiende mientras agotan los últimos metros que les separan del colegio.
Una vez que ha vuelto a la soledad de su casa, se desviste de arrogancia y se torna en realidad. La negrura ocupa su espacio.

-La vida me ha estafado- Esta frase era su estandarte.

De pronto recordaba su niñez. Ella vivía con su madre y con su abuelo al que cuidaba, ya que ésta, su progenitora, trabajaba fuera de casa. Ana tenía asignado el deber de cocinar para él. No sabía nada de cocina pero eso no suponía problema alguno, ya que con algunas patatas y cebollas de las que campaban por la despensa, preparaba un guiso en un santiamén. Y su abuelo no se quejaba, que era lo que importaba.

Vivía en un pueblecito de la costa, lo que le permitía hacer lo que más le gustaba, que era bañarse en la playa.  Una vez allí se quitaba la ropa. No podía permitir mojarla ya que no tenía otra.

Sabía nadar y movía las piernas con tanta fuerza como le era posible para deshacerse del agua del mar que  le impedía avanzar. Sus delgados brazos peleaban contra las olas. Ojalá no tuviera que volver…Pensaba.
Ya exhausta salía  del agua, se secaba la humedad del cuerpo y se vestía.

En su casa estaba su abuelo. Su madre no había llegado aún. Era una mujer fría e independiente. Era así hasta tal punto, que su marido no había podido soportarla y se marchó nadie sabía donde.

Esta fue la primera vez en la que ella era consciente del desengaño que le producía su vida. Se encontraba con apenas ocho años, haciendo cosas que no le correspondían, su madre nunca estaba en casa y su padre, al que recordaba vagamente, se encontraba en paradero desconocido.

Quizás a causa de esta niñez mal parida, había desarrollado una torpeza emocional que la hacía equivocarse continuamente a la hora de tomar decisiones.

Era la hora de recoger a Juan del colegio. Ciertamente la vida la había estafado. El último fraude tuvo lugar cuando le comunicaron la trascendencia del legado genético que ella había depositado en su hijo sin saberlo.
Una vez más, la suerte, el destino, el universo entero le habían vuelto a descomponer su existencia. Y una vez más, también, en toda ella se produjo la metamorfosis. Retorciéndose como si estuviera regresando al estado fetal- probablemente, el único momento en el que estuvo en paz- se envolvió sobre sí de tal forma que su cuerpo se hizo un bloque. Así dejó de dolerle el alma. Por un espacio de tiempo, no sabía cuánto, no sentía nada. Habitaba la nada…Quizás la felicidad estaba en la nada.

Sentía la espesura de su cuerpo, su condensación, su masa. Era como un gran agujero negro que se alimentaba de la amargura de su existencia.

Pero llegaba a un punto en el que su mente, inexplicablemente, explosionaba como una supernova. Se iba desenroscando. Empujaba con fuerza el caparazón invisible que la rodeaba hasta que majestuosamente se ponía en pié.

Quemaba lentamente la desgracia hasta que la convertía en cenizas que quedaban esparcidas por el suelo. Se ataviaba con las alas de la fuerza y otra vez se reconstruía en eso, en el mito, el Ave Fénix que renace de sus cenizas para volar hacia la ciudad del sol.

Llegó al colegio sonriente. Recogió a Juan como cada día y le dio un beso.

-¿Cómo te ha ido el día cariño?
-Bien mamá ¿y a ti?
-Estupendo, como siempre. 

Blancas o negras


-¿Blancas o negras? Preguntaba él.

-Negras, siempre negras, respondía yo.

-¿Miedo? Me recriminaba.

- Ya ves hijo, prefiero ser cabeza de ratón que cola de león.

-Ya entiendo mamá, es más fácil ir detrás del líder. En el campo empresarial tú serías el asalariado y yo el empresario; Yo tendría dinero, prestigio, poder… Sería élite.

-Quizás, pero yo, dormiría tranquila, no estaría pensando continuamente en los problemas del trabajo y además me ahorraría bastante dinero en gastos de psiquiatra.

Esta escena era habitual en casa casi todos los días a partir de las ocho de la tarde. A esta hora aproximadamente mi hijo Iván llegaba de la facultad y yo disponía de un rato libre. Nos preparábamos para jugar la partida de ajedrez. Una vez sentados, tranquilos, empezábamos nuestro juego.

-¿Preparada para perder, mamá? Preguntaba Iván esbozando una amplia sonrisa.

-No te hagas ilusiones, le respondía yo.

El casi siempre comenzaba sacando el peón que precedía a la reina y lo adelantaba dos pasos.

-Iván, me parece que eres demasiado clásico. Yo saco mi caballo. Empiezo fuerte. Voy a por todas.

Así, entre jugadas maestras por su parte y jugadas totalmente a la defensiva por la mía, se nos pasaba el tiempo.

Los pequeños de la casa, cansados de trastear se acercaban a la mesa donde nos sentábamos y nos preguntaban una y otra vez que cuando terminaríamos, insistían en que tenían hambre y querían cenar. Nosotros, con la mirada fija en el tablero, permanecíamos mudos.

-Mamá, es increíble. Cuando juegas al ajedrez no existes. Te evades del mundo y de nosotros, decía el mediano. Y sobre todo te olvidas de que tenemos que cenar, apostillaba el pequeño.

Yo los oía, pero no los escuchaba.

Así estábamos una hora o dos hasta que alguno de los dos gritaba: ¡ Jaque Mate!

Seguidamente guardábamos sin demora las fichas en una caja de madera y cada uno proseguía con su tarea.

Una tarde, sin esperarlo, Iván se dirigió a mí…

-Ah mamá, que el més que  viene me voy.

- ¿Cómo? ¿Qué te vas? ¿A dónde?

-Por favor, no es una tragedia. Ha llegado el momento, quiero irme, tengo que irme.

-¿Porqué? Insisto.

-Porque quiero vivir mi vida. Con lo que gano en el bar puedo pagarme un alquiler y además continuar con mis estudios.

-¿No quieres estar más en casa, hijo?

-No es eso, es que esto se me queda pequeño. Me axfisio, quiero vivir sólo, lo necesito.

Ha pasado un mes, dos, tres… Y no había vuelto a jugar al ajedrez.

Me disponía a preparar el café cuando se me ha ido la mirada al recibidor de la entrada y veo un paquete envuelto en papel sepia. Me acerco y leo una nota: Para mamá de Iván.

Abro el paquete y es un disco para el pc. Meto el disco en el ordenador y aparece en la pantalla un iluminado tablero de cuadros blancos y negros. Pulso la tecla de empezar y oigo una voz que sale del aparato: ¿Blancas o negras?... 

-Negras, siempre negras. Y dirijo el ratón hacia la palabra negras.

Materia prima


Mark se encontraba en la gran puerta de acceso a la nave industrial, enfundado en un mono blanco, protegido con mascarilla y calzado de botas aislantes. Portaba en la mano izquierda la tableta donde quedaba constancia del recibo de la mercancía.

El receptor inalámbrico que cruzaba su cabeza le advirtió de la llegada del tráiler.

-Está bien, abrid, ordenó Mark.

Se abrió entonces la enorme verja.  Esta, servía de puerta a la altísima valla electrificada que rodeaba el recinto, donde se podía leer un cartel que prohibía el paso a toda persona ajena a la empresa.

Richard, el conductor del tráiler, un hombre de raza negra de complexión recia, se dispuso a mostrar su acreditación al controlador que cubría la entrada al  lugar.

El vigilante,  que portaba un subfusil de última generación, se aseguró de que todo estuviera en regla.



-Vale, puedes pasar. Asegúrate de depositar todo el contenido.

Richard se limitó a  proseguir su itinerario y el tráiler arribó al muelle de descarga.

-Buenas noches Richard, llegas un poco tarde, le amonestó Mark. Espero que este vehículo esté en condiciones y que la mercancía no haya sufrido contratiempos. Por cierto, ¿cómo solucionaste el problema ?

- De la única forma posible Mark. Era más grande de lo habitual y se resistía… Tuve que liquidarlo.
No podemos permitirnos más pérdidas Richard, empecemos.

Los dos  hombres se apresuraron a realizar la descarga y se despidieron.

-Adiós Richard,grandullón, el próximo pedido se hará para finales de mes.  Avisa al laboratorio para que lo tenga todo previsto. No queremos problemas.

Mark ya había colocado toda la mercancía en el lugar que correspondía. La calma no tardaría en desaparecer, pues algunos elementos se comportaban de manera anárquica y él debía ser cuidadoso para no causar taras ya que esto solo encarecería el producto final.

-Un momento… -

Mark , se percató de que parte del envío no cumplía las normas. Descolgó el teléfono, pulsó la tecla roja y llamó al laboratorio.

-Por favor con el doctor Freeman, es urgente.

El doctor Freeman  era el director de los prestigiosos laboratorios Neomix.

-¿Qué ocurre Freeman?  ¿ Porqué me ha enviado esta carga ?. Esto no es lo acordado. No los quiero con más de nueve meses de vida y mucho menos completos.

-Lo sé Mark.  Se está agotando es stok de anómalos y hemos tenido que recurrir a los viables.
De todos modos ya sabes… o lo tomas o lo dejas.
Está bien…  Espero que sea la última vez porque los viables reptan y ya tuvimos un percance en el último envío.

Mark empezó la rutina de cada noche. Se taponó los oídos. No oiría aquel murmullo: una  mezcla entre aullidos y maullar de gatos.

Fue introduciendo  a los engendros humanos, generalmente azulados y malformados, uno a uno, primero en la cubeta separadora de materia cárnica y huesos. La carne iba automáticamente a la trituradora. De allí pasaba a la mezcladora donde se adobaba con múltiples y exóticas especias. Luego la mezcla era conducida a la moderna máquina que daba forma a las hamburguesas  y por fin, directamente a la envasadora.

En el envoltorio se podía leer  en grandes letras rojas: NEOBURGUER MIX. Las hamburguesas que te rejuvenecen.

La llave de cristal


La llave de cristal que cada día colocaba encima de la mesa, la gran mesa que ocupaba el salón de su casa, era el “clavo ardiendo” al que  se aferraba día tras día para escapar del mundo. Un mundo que él para nada había elegido, pero era en el que se encontraba.

La botella de vino –su llave de cristal- abría un sendero mágico, un camino que poco a poco le transportaba a una dimensión que sólo él conocía. En aquél sitio se sentía bien, tranquilo… libre…
Allí podía vislumbrar el rostro de esa preciosa mujer morena, de labios carnosos que tanto deseaba, y que allí, en ese mundo idílico, ya, no era pecado.

Podía sentir la brisa del mar – su pasión- a bordo de un gran barco velero. Con él navegaba mar adentro, tan lejos, tan lejos, que nadie podía detenerle.

El viento le llevaba a puertos nunca vistos por sus ojos curiosos . Allí podía embaucar a cuantas bellas mujeres se le ponían por delante, porque él tenía esa debilidad , era enamoradizo, muy enamoradizo, por lo que sentía una atracción irrefrenable por casi todo lo que llevara faldas.

La botella era la llave que abría otros mundos. Significaba el paso de lo que era, a lo que quería ser. Era el cuchillo que cortaba uno a uno los hilos de la gran tela de araña que le tenía preso, que no le permitía liberarse.

Él sujetaba la botella con fuerza y dejaba escapar el vino en el vaso poco a poco, sin prisa, pues hasta que llegaba la hora en la que ya no podía sostenerse en pié,  era posible mostrarse ante su mujer y sus hijos como ese hombre tranquilo, de conversación siempre interesante, que escuchaba a todos y que además tenía la habilidad de transmitir a todos, que cada uno de ellos, cada uno de los miembros de su gran familia, era especial.

Daba charlas  sobre dignidad, moralidad, decencia… para todos él era la viva estampa del hombre afable y feliz.

Tan solo una persona que era quién de verdad lo conocía, su compañera, su mujer, ella  sabía de la tortura que ocupaba su mente.  Le quería demasiado por lo que no le impedía nunca que consumiese la botella hasta no quedar ni una gota. Ella sabía que su llave de cristal era el camino que le conducía hacia ese lugar que él necesitaba para ser feliz.

Finalmente Pablo, que así se llamaba el tenedor de la llave,  llegaba a su cuarto tambaleante- aunque él se esforzaba en caminar erguido- y se enroscaba en su cama, su refugio, el hábitat de sus sueños.

 Clara, su mujer, acababa de recoger la cocina. En el gran salón de la casa familiar los hijos continuaban sus ajetreadas vidas. Unos recogían sus libros  para el día siguiente, otros despedían a sus amores, otros simplemente se dejaban adormecer con la televisión.  Hasta que ya entrada la noche, las luces de la casa se apagaban y cada uno se iba a dormir.

También Clara. Ella estaba tan cansada que lo único en que podía pensar era en descansar para  recuperar la  energía  que iba a necesitar el día siguiente.

El trabajo que requería su numerosa familia, le  mantenía ocupada la mente y el cuerpo. Esa era la única fórmula que tenía para no abandonarse en sufrimientos y elucubraciones que seguramente no la llevarían a ningún sitio. No cambiar nada era lo más inteligente por su parte.

Duerme tranquilo Pablo, te quiero, pensaba mientras le arropaba con cariño.

Estoy triste


La bofetada se escuchó desde la puerta del salón. ¡ Zas ¡.Una vez más se trataba de un único golpe, seco, sin preámbulos, sin  continuidad.

Los inquilinos de aquella casa, se miraban unos a otros, se encogían de hombros y se hacían la misma pregunta: ¿Por qué? Acto seguido, la actividad se reanudaba y la vida seguía su curso como si nada hubiese pasado.

Marina, tan diligente como siempre, se había preparado en diez minutos para ir a trabajar. Esta preparación incluía ducha, café, algo de maquillaje, ropa y zapatos de actualidad y… encontrar las llaves del coche; Esto era lo que más le costaba.

Marina ya se había marchado. No era difícil llegar a esa conclusión puesto que con el portazo contundente que avisaba de su partida, se acababa el continuo taconeo de aquí para allá que ocasionaba la fuerza de sus pisadas. Esta característica la acompañaba desde niña.

En la casa se hizo el silencio… Alberto empezó a ponerse un tanto nervioso… como cada día.

 Se disponía a preparar el desayuno cuando de pronto…  ¡Zas! De nuevo aquel sonido.
Aunque de momento todo estaba en calma, él sabía que en cualquier momento, la situación volvería a ser delicada.

Pero ¿por qué? Otra vez se adueñaba de él aquel malestar, aquella incertidumbre, aquello de no saber hasta cuando iba a durar esa situación que no comprendía.

Se dirigió hacia la puerta del salón, apesadumbrado, abatido, sabiendo lo que una vez más se iba a encontrar; Abrió la puerta  y allí estaba ,Victoria. Victoria con gesto serio, duro, indolente, un gesto que nada tenía que ver con su rostro , el de antes, el que tenía a todos encandilados. Sus ojos grandes y oscuros, permanecían abiertos, muy abiertos, pero no miraban a ningún sitio.

¿Por qué Victoria?

Alberto no entendía como esa personita de algo más de dos años de vida era capaz de semejante golpe de efecto.

Tu hermanita no te hace nada…

Victoria miró a su padre girando el cuello bruscamente y solo dijo una frase: Estoy triste.

Ella no podía decir nada más con las palabras, pero su cabezita sí podía pensar. Mucho. Podía pensar y mucho. Podía pensar como aquél ser viviente que no hablaba, ni lloraba, ni hacía nada de lo que ella era capaz, había conseguido que la mirada exclusiva de su madre, esa mirada que las dos conocían tan bien, esa mirada de la que se alimentaban la una a la otra y a nadie más, ya no le pertenecía a ella sola.

Para colmo , la habían mandado a un sitio hostíl, donde estaban otros niños a los que ella no conocía de nada y que además con sus caras feas llenas de mocos, no dejaban de llorar, incluso uno de ellos la empujaba continuamente y le tiraba su inseparable osito al lavabo… Y se lo mojaba… Se atrevía a vapulear aquello a  lo que ella más quería y cuidaba con esmero: Su blandito y precioso osito rosa. Y cuando volvía a casa, a su casa, su refugio, allí estaba eso…ese ser viviente que ni hablaba, ni lloraba, ni hacía nada de lo que ella era capaz de hacer.

¿Pero cómo tenían la desfachatez de preguntarle por qué?